Autor: Hernán Ouviña
Semanas antes del inicio de la pandemia, Jair Bolsonaro caracterizó a Paulo Freire como un “energúmeno ídolo de la izquierda”. No fue esta, por cierto, la primera ni seguramente sea la última vez que el presidente de Brasil lance improperios públicos contra quien fuera uno de los máximos educadores populares del sur global. ¿Por qué tamaño ensañamiento contra él? ¿En qué radica la peligrosidad de sus ideas y propuestas en el contexto actual?
Nacido en 1921 en Recife, norte de Brasil, y fallecido en 1997 en São Paulo, Freire es quizás el principal referente de una corriente pedagógico-política surgida de las entrañas de Nuestra América, aunque con ramificaciones e influencias en otras latitudes del mundo. Maestro trashumante y caminador incansable de la palabra, peregrino aprendiz y consejero de infinidad de movimientos sociales y organizaciones de izquierda, autor de numerosos libros centrados en la crítica de la educación “bancaria”, para él la denuncia del carácter político del acto educativo tenía como correlato la necesaria toma de postura en favor de la concientización de las clases subalternas, por lo que el proyecto al que supo aspirar a lo largo de su vida siempre rechazó el autoritarismo, la dadiva paternalista y la verticalidad, abogando por el diálogo, la praxis colectiva y la escucha mutua, como pilares fundamentales de un proceso revolucionario centrado en el creciente protagonismo y la liberación de las y los oprimidos.
No casualmente, su derrotero vivencial acompaña -como la sombra al cuerpo- los vaivenes de las luchas y resistencias populares. Desde sus tempranas iniciativas en el nordeste brasileño en los años ’50 y la primera mitad de los ’60, cuando crea Círculos de Cultura y pone en prueba lo que luego será definido como su “método de alfabetización” (basado en palabras o temas-generadores para aprender a leer y escribir desde la problematización del mundo y el territorio habitado), pasando por su prolongado exilio de 15 años tras el golpe militar de 1964, que lo lleva a vivir casi cinco de ellos en Chile (país en el que trabaja con el campesinado y redacta libros emblemáticos como Pedagogía del oprimido y ¿Extensión o comunicación?), y una década en Ginebra, Suiza, con variadas apuestas descolonizadoras en África y América Latina, entre las que se destaca la encarada tras el triunfo de la revolución liderada por Amilcar Cabral en Guinea Bissau y Cabo Verde (cuyas hondas enseñanzas vuelca en Cartas a Guinea Bissau: apuntes de una experiencia pedagógica en proceso), hasta el retorno definitivo a su tierra natal en los años ’80, según sus propias palabras “para reaprender Brasil”. Allí ejercita la perseverante labor pedagógica y formativa en varios frentes, llegando a asumir entre 1989 y 1991 la Secretaría de Educación en la Alcaldía de San Pablo, y haciendo del compromiso con las luchas emancipatorias un rasgo indeleble de sus últimos años de vida.
Una de las obras más relevantes que elabora en esta etapa tardía es Pedagogía de la esperanza, que junto a su inconclusa Pedagogía de la indignación (interrumpida producto de su partida el 2 de mayo de 1997), tiene gran vigencia en estos días. Podría decirse que tanto estos como el grueso de los restantes títulos de sus libros, fungen de verdaderas frases-generadoras, certeras consignas de lucha y horizontes utópicos a los que aspirar. Por lo tanto, referirnos a su denso y ajetreado itinerario, implica reconstruir y enunciar una constelación dinámica y en constante movimiento, conjugada desde el gerundio y en plural, ya que constituye una historia que aún no es plenamente Historia, sino que se recrea al calor de los desafíos que nos depara un contexto tan complejo y difícil de asir como el nuestro.
En apretada síntesis, nos interesa reseñar algunas de las principales ideas-generadoras que anidan en los últimos textos producidos por Freire, a modo de anticuerpos para estos tiempos pandémicos, con el propósito de contribuir a dotar de mayor visibilidad y potenciar las respuestas “inéditas y viables” que se ensayan desde abajo y la izquierda para superar la crisis civilizatoria que vivimos actualmente.
La primera de ellas remite a ejercitar una pedagogía de la memoria histórica que rompa con el colonialismo y la cultura del silencio. No hay posibilidad de afrontar esta crisis abismal si no asumimos una labor de rememoración y aprendizaje que apele al diálogo intergeneracional, de forma tal que logre anudar y conecte el crisol de experiencias y procesos de resistencia y autoafirmación forjados a lo largo y ancho de Nuestra América, no solamente en últimas décadas sino también y sobre todo a partir de revitalizar la memoria popular de mediana y larga duración, para nutrirnos de las cosmovisiones, filosofías y culturas afroamericanas e indígenas, que intentaron ser exterminadas al calor de la violencia colonial-moderna y los sucesivos “epistemicidios”.
Es imperioso exhumar aquellas praxis subterráneas no audibles para la sordera del poder estatal y mercantil, e imperceptibles en términos visuales desde el daltonismo academicista. “Yo no conmemoro la invasión, sino la rebelión contra la invasión”, arenga provocativamente Freire al cumplirse el V centenario del encubrimiento de América. En efecto, a este inquieto pedagogo le interesa más que nada “la enseñanza de que los poderosos no lo pueden todo”. En este sentido, celebra por ejemplo que los quilombos “fueron un momento ejemplar de aquel aprendizaje de rebeldía, de reinvención de la vida, de asunción de la existencia y de la historia por parte de esclavas y esclavos”, al igual que más recientemente la bravura de las Ligas Campesinas, para dar cuenta de cómo esas marcas y huellas hoy perduran en formas contemporáneas de hermanamiento y lucha mancomunada como la del MST en Brasil.
Estas y muchas otras valientes peleas, pueden brindar enormes aprendizajes de dignidad, pistas para la convivencia democrática y el autocuidado colectivo, estimulando la imaginación política, el arte popular, la espiritualidad y praxis educativa liberadora, desde la corporalidad, la cultura oral y los afectos. Revitalizar cantos, danzas, cuentos, comidas, relatos, vestimentas, medicinas naturales, costumbres y repertorios de acción, que doten de mística y repoliticen la vida cotidiana, a la par que contrarresten el individualismo, la artificialidad, la cultura del desvinculo y la lógica competitiva propia del capitalismo, la colonialidad y el patriarcado, tres enemigos acérrimos de la sensibilidad, que separan tajantemente cuerpo y alma, cabeza y corazón.
En segundo lugar, el evitar que el sueño de las y los oprimidos sea emular a sus opresores. El profundo arraigo de valores de derecha, un sentido común desgarrado por prejuicios autoritarios, cierta tendencia latente a la xenofobia, el consumismo, la misoginia y homofobia, el punitivismo y el odio racial, que de conjunto tienen como basamento una “pedagogía enajenadora” azuzada por el miedo, la incertidumbre y la precariedad de la vida que la pandemia devela y amplifica. Freire nos advierte desde sus tempranos escritos acerca de este mal, teorizado lúcidamente por Frantz Fanon, que lleva a una deshumanización total de los sectores populares, al punto de emular al amo, introyectar la violencia o desear convertirse en dominadores.
La descolonización requiere por lo tanto respetar los saberes de las clases subalternas, pero no romantizarlos, esto es, tomarlos como punto de partida sin subestimar a la hegemonía burguesa, patriarcal y neocolonial como poderosa educadora. Crear hombres y mujeres nuevas e infancias libres supone desnaturalizar lo supuestamente obvio, desechar la necrofilia tan arraigada en nuestra subjetividad, revertir la cosificación, priorizar el convencer en tanto acto pedagógico y combatir toda forma de dominio o sometimiento que alojamos dentro, ya sea de clase, racial o de género, de manera que esta lucha integral redunde en “cambio de piel”, (re)aprendizaje, (auto)liberación colectiva, vida digna y existencia plena.
En la Pedagogía de la esperanza se detalla esta constelación de subalternidades que es preciso ponderar: “el pobre, el mendigo, el negro, la mujer, el campesino, el obrero, el indio”. Atento lector de Gramsci y conocedor de primera mano de lo contradictorio del mundo popular, Freire reconoce que “la propia ideología dominante, autoritaria y discriminatoria, atraviesa también sectores de los dominados: se aloja en ellos”. Más recientemente y en plena sintonía con esta lectura, Mark Fisher supo ironizar acerca de la atmósfera impuesta por el realismo capitalista, que opera como barrera invisible obturando toda posibilidad de pensar y actuar más allá de las variantes o alternativas intra-sistémicas, a tal punto que es “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.
La tercera contribución freireana es aprender a cultivar una pedagogía de la tierra y el buen vivir. Resulta sugerente que su último escrito, centrado en denunciar el asesinato por parte de cinco jóvenes de un indígena pataxó mientras dormía en una estación de ómnibus, “como quien quema una cosa inútil”, le permite reiterar sus principios antirracistas, al tiempo que amplía la mirada y exige el respeto y “la veneración de la vida no solo humana, sino vegetal y animal”. No hay posibilidad de ejercitar un proceso de concientización, si esta conciencia no es también ecológica y socioambiental.En particular, la pandemia vino a poner sobre la mesa el problema de la alimentación y la multiplicación de enfermedades generadas por las perversas condiciones de producción de aquello que comemos, ambas cuestiones vinculadas entre sí y eminentemente políticas.
Es importante recordar la raíz etimológica de la palabra cultura, que remite al cultivo. Freire admite que una oprimida olvidada en su clásico libro escrito hace 50 años atrás fue la naturaleza. Hoy es urgente ensayar formas de producción y consumo alternativas al modelo de los agronegocios, la ganadería industrial, la minería a cielo abierto y los megaproyectos, que una vez más nos prometen “progreso” a costa de devastación ambiental, proliferación de enfermedades, destrucción de la biodiversidad, maltrato extremo de animales y despojo recargado.
Pero a la vez, de acuerdo a Freire la denuncia debe tener como contracara el anuncio, es decir, el rechazo y la impugnación del Capitaloceno como sistema de muerte, requiere ensayar aquí y ahora lo “inédito viable”, en tanto conciencia anticipatoria de esos otros mundos posibles a los que se aspira. “No hay utopía verdadera fuera de la tensión entre la denuncia de un presente que se hace cada vez más intolerable y el anuncio de un futuro por crear”, sugiere. De ahí que sea apremiante fortalecer e irradiar aquellas prácticas sustentables basadas en el buen vivir, la soberanía alimentaria, la agroecología y el consumo responsable, que cultivan a diario organizaciones y movimientos tanto en los ámbitos rurales como en las periferias de las ciudades. Esta pedagogía territorializada y sus dinámicas senti-pensantes, tienen a la tierra, la naturaleza y lo común como maestras ineludibles, siendo el trabajo colectivo, no enajenado y cooperativo, al igual que el tequio o la minga, actividades vitales que garantizan la reproducción cotidiana y constituyen un principio ético-formativo de suma relevancia.
Como cuarto y último aporte, cabe destacarel abogar por una radicaldespatriarcalización desde las pedagogías feministas. Además de esa gran oprimida que es la tierra, Paulo Freire tuvo la lucidez de reconocer en sus últimos años de vida -a partir de la escucha y el aprendizaje brindado por numerosas activistas y feministas del sur global-, que una relación de poder y dominio clave, no problematizada durante las primeras etapas de su teorización, es la que padecen las mujeres en el marco del patriarcado (exacerbada en estos tiempos de aislamiento forzado y recrudecimiento de las desigualdades estructurales).
Desde ya, es acuciante reconocer y dotar de centralidad a las tareas de cuidado y reproducción de la vida, como esenciales y de carácter político, sin dejar de cuestionar la división sexual del trabajo, más aún en la coyuntura de pandemia global. Asimismo, exigir la implementación de la Educación Sexual Integral, reivindicar la soberanía sobre los cuerpos y la puesta en práctica de protocolos contra las múltiples violencias de género. En paralelo, transversalizar los saberes, sentires y haceres que expandan los deseos y combatan toda discriminación, lenguaje o práctica machista, desnaturalicen los privilegios que ostentan los varones y contrarresten las masculinidades hegemónicas. Finalmente, valorar como tremendamente pedagógicas las iniciativas de mujeres y disidencias en barriadas populares y territorios rurales, los encuentros plurinacionales y paros internacionales, las ollas comunes, asambleas y emprendimientos autogestivos, que proliferan al grito de ¡Ni Una Menos!, contra la misoginia y la hetero-normatividad, asumiendo que -tal como advierten las feministas comunitarias- sin despatriarcalización no hay descolonización posible.
Vivimos un momento histórico demasiado parecido a lo que Freire denominó “situación límite”, en la que prescindir de la esperanza es negarle a la lucha uno de sus soportes fundamentales. Por ello, no cabe sino escamotear el fatalismo inmovilizante y hacer de la indignación un motor colectivo que contribuya a reanudar la lucha en un doble sentido: por un lado, para relanzar un nuevo ciclo de protestas basado en el antagonismo y la presencia organizada en las calles, con los recaudos y cuidados necesarios, aunque sin perder radicalidad ni osadía; por el otro, para volver a anudar e hilar articulaciones, construyendo nodos de interseccionalidad que hermanen y potencien desde abajo a estas apuestas emancipatorias. El viejo Freire, cada día más joven, tiene mucho para enseñarnos todavía. Entre las certezas que nos lega, una de las más vigentes es sin duda que la revolución con la que soñamos será pedagógico-política o no será.