En América Latina y el Caribe, la violencia contra las mujeres sigue siendo severa y letal. Según la CEPAL, se han registrado al menos 19.254 feminicidios en los últimos cinco años. Además, la OPS/OMS estima que 1 de cada 3 mujeres mayores de 15 años ha padecido violencia física o sexual en algún momento de su vida. A esto se suma la persistencia de estructuras de impunidad y el retroceso en políticas de igualdad en varios países, y la recobrada de fuerza de discursos públicos misóginos marcan la vida cotidiana de millones. Estas realidades no ceden: las agresiones siguen moviéndose entre lo íntimo, lo público y lo digital.
A este escenario se suman hechos políticos recientes que ilustran cómo esos discursos misóginos no solo se mantienen, sino que ganan terreno institucional. En Argentina y El Salvador, los gobiernos de Javier Milei y Nayib Bukele han desmontado políticas de igualdad y debilitados mecanismos de protección para las mujeres. En Estados Unidos, el retorno de Donald Trump —con un historial de agresiones sexuales documentadas— envía un mensaje claro sobre qué violencias se consideran irrelevantes para acceder al poder. Lo mismo ocurre en Perú, donde José Jerí llegó a la presidencia pese a denuncias por agresión sexual, y en Honduras, donde el candidato Julio Navarro compite con procesos abiertos por delitos sexuales. Estos liderazgos y candidaturas expresan una misma tendencia: la idea de que las violencias contra las mujeres no tienen consecuencias políticas.
Todo esto ocurre mientras los feminicidios, las desapariciones y la violencia digital siguen demostrando que la vida de las mujeres está en riesgo, incluso en países que se autoproclaman “los más seguros” de la región. Las cifras ya lo dicen: la violencia no cede, solo cambia de forma y de territorio.
En El Salvador, el asesinato de Yesica Solís, de 42 años asesinada por un soldado, expuso nuevamente la distancia entre el discurso oficial y la realidad: su muerte no fue registrada en las cifras de homicidios del día. La respuesta ciudadana, sin embargo, fue inmediata y contundente: un altar improvisado como un acto de memoria frente a la opacidad estatal. La mujer que colocó ese altar fue violentada digitalmente, recordándonos que incluso los duelos de las mujeres son vigilados, sancionados y castigados.
En Argentina, el triple asesinato de Florencio Varela —de Brenda del Castillo (20), Morena Verdi (20) y Lara Gutiérrez (15) — cometido en septiembre de 2025, ha sido señalado como un “narcofeminicidio”, donde la tortura, la violencia sexual y la impunidad se entremezclan. Este caso recuerda que, junto al hambre y la pobreza, muchas mujeres jóvenes siguen siendo consideradas desechables por redes criminales y sistemas que no garantizan justicia.
En este contexto, y este 25N, salir a marcha se siente menos seguro que nunca. Por eso, diversas colectivas se organizaron para tejer espacios de contención y preparación para la marcha, recordándonos que la protección también nace de la colectividad y del cuidado entre mujeres.
Este año, desde Alharaca acompañamos esa urgencia desde distintos frentes: con nuestro trabajo periodístico cotidiano, con alianzas regionales que fortalecen la investigación feminista y con espacios de formación y creación colectiva. En ese marco, realizamos la segunda edición de La Mediatón, dedicada a explorar la violencia de género facilitada por la tecnología. Allí, periodistas y comunicadores jóvenes desarrollaron ocho proyectos narrativos —desde una perspectiva de periodismo constructivo— para profundizar en cómo se expresan distintas formas de violencia y desigualdad, sin simplificar su complejidad ni renunciar a la memoria y al contexto.
Dos de esos proyectos se enfocaron en violencias que se despliegan en entornos digitales: la violencia vicaria digital —aún poco estudiada y prácticamente ausente en la legislación latinoamericana—. El otro, aún en proceso de producción, examina el fenómeno del happy slapping, una agresión que combina humillación pública, grabación y difusión no consentida. Juntos revelan cómo la violencia se actualiza con la tecnología mientras las respuestas estatales no avanzan al mismo ritmo.
Los demás trabajos se adentran en temas igual de urgentes: la recuperación de la memoria histórica frente a la desmemoria institucional; los impactos de la minería en territorios empobrecidos; la gordofobia atravesada por el deseo; y la resistencia de mujeres indígenas que sostienen tradiciones, territorio, comunidad y memoria colectiva. Juntas, estas historias amplían el mapa de las violencias.
Pero no basta con contar las violencias, también nos interesa visibilizarlas desde las tácticas y acciones que las mujeres y otras personas en condiciones de vulnerabilidad construyen juntas para vivir sus vidas más allá de las violencias. Es decir, desde las resistencias. Ese sigue siendo nuestro compromiso. Por eso cerramos La Mediatón con el conversatorio “El futuro no está escrito. Historias para volver a imaginarlo”, donde reflexionamos sobre historias que nos inspiran a continuar haciendo periodismo independiente, cómo narrar sin simplificar la complejidad, y sobre la importancia del trabajo colectivo y de un periodismo que no reproduzca las mismas violencias que denuncia.
Allí insistimos en que las historias importan: lo que contamos, incluso cuando parecen prevalecer los silencios y obstáculos, moldea la idea misma de futuro y, sobre todo, las posibilidades de acciones que pueden transformarlo. Crear espacios cívicos para la experimentación, el trabajo colectivo y para simplemente pasarla bien, también son lugares desde los cuales estamos plantándonos frente a las violencias estructurales y cotidianas que nos interpelan.
Nada de esto ocurre por inercia. El futuro —como las historias que lo sostienen— se disputa todos los días. Y este 25N volvemos a disputarlo desde la palabra, desde la colectividad y desde la convicción de que narrar también es transformar.