¿Por qué hay hombres comprometidos con la lucha contra la violencia a las mujeres, hombres que no les interesa y otros que se oponen activamente?

Por Oswaldo Montoya
Master en Psicología Educativa y del Desarrollo.

Miembro del Secretariado Global de la Alianza MenEngage

En mis memorias de niño de cinco años está la imagen de una tía lejana llorando y con sus manos golpeadas, a consecuencia de un pleito con su marido. También recuerdo otras historias familiares de mujeres que aguantaron el machismo de sus esposos. Los rumores en mi vecindario incluyeron las de amas de casa golpeadas por sus maridos donde el alcohol y las infidelidades masculinas hacían su parte. No olvido las noticias de lo que se catalogaba como “crímenes pasionales” que terminaban con desenlaces fatales, generalmente para mujeres.

Pese a mi exposición temprana a estos hechos, fue hasta en los años noventa, siendo un joven profesional, que escuché hablar de “la violencia contra las mujeres” como un fenómeno social. No es que las mujeres feministas promotoras de esas campañas educativas descubrieron esta violencia. Lo que hicieron fue nombrarla. Hasta entonces comencé a hacer las conexiones. “Aaa, entonces lo que le pasó a mi pariente era violencia contra mujeres”. Al final del siglo pasado en Nicaragua salió a la luz pública testimonios de mujeres maltratadas, y como resultado de ese esfuerzo pionero de las organizaciones de mujeres, la policía comenzó a incluir en sus estadísticas el número de mujeres víctimas; se realizaron investigaciones, aportando con mejores estadísticas y testimonios; se aprobaron leyes que penalizaban esta forma de violencia; se crearon instancias como la Comisaría de la Mujer y la Niñez y centros de atención a mujeres sobrevivientes; y se conformó la Red de Mujeres contra la Violencia impulsando más campañas educativas, incidencia política, y otras acciones de solidaridad.

Mientras todas estas cosas pasaban, ¿dónde estábamos los hombres? La mayoría de la población masculina estaba de espectador. Ciertamente, el primero que protesta es aquel que “le chima el zapato”, el sujeto social que ha sido oprimido, en este caso las mujeres y las niñas que son un blanco claro de ataque de la violencia machista. Es en sus cuerpos que se descarga la furia del hombre que se siente ofendido, traicionado, o irrespetado en su autoridad patriarcal. Es en sus mentes que se vive el terror y la humillación. (Algunos pensarán, “pero también los hombres somos afectados”. Si, y hablaremos de eso en otro artículo).

Ante la lucha por erradicar la violencia contra las mujeres y las niñas, los hombres asumimos al menos una de estas posturas: a) indiferencia; b) oposición; c) responsabilidad. Hablemos de cada una.

Indiferencia

Las personas somos socializadas en un mundo dicotómico entre lo masculino y lo femenino. Se trata de un binarismo donde solo existen dos identidades de género, “hombre” y “mujer”. Estas son categorías sociales, no hechos naturales, aunque se usa la biología de nuestros cuerpos para justificarla. Esta socialización impone una jerarquía donde los hombres son colocados en posiciones de superioridad y privilegios. Los privilegios son un velo que no deja ver la realidad de los demás. Por ejemplo, a un hombre que no ha sido tratado en forma sistemática como objeto sexual, le es difícil entender por qué hay mujeres que rechazan comentarios sobre sus cuerpos, por mucho que vengan empacados como elogios o piropos.

De la misma manera, un hombre que no ha sido víctima o testigo de violencia de género—o que no ha procesado estas experiencias—pueda que no entienda la gravedad de estos hechos y los trate como asuntos de menor importancia en comparación con otros problemas como la pobreza, el crimen organizado, la política o con otros temas más atractivos como el mundial de futbol. (Esto puede aplicar para algunas mujeres).

Los hombres indiferentes ante la violencia contra las mujeres cambian su foco de atención cuando se les presenta esta problemática, porque “les da igual” y no es algo que lo consideran relevante para sus vidas. Si son invitados a una discusión o un evento sobre el tema, procurarán evadir y si se ven en la sin remedio de estar presentes, pues se quedarán en silencio, quizás revisando algo en su celular, metiendo plática a su vecino o haciendo chiste del tema.

Oposición

Hay hombres que se oponen a todo esfuerzo por denunciar, prevenir y responder a la violencia contra las mujeres. Las razones por dicho antagonismo son variadas. Quizás los más virulentos opositores son aquellos que han ejercido estas formas de violencia y han tenido que enfrentar las consecuencias negativas a través del rechazo social, la disrupción del estatus quo en sus familias o trabajos, o incluso la acusación judicial. Hay otros que se oponen porque lo perciben como una forma de discriminación a los hombres, a quienes se les tacha de malos y culpables a priori. Estos hombres tienen muy presente las veces que las mujeres han respondido con violencia en los conflictos, así como todos los defectos de carácter de las mujeres, y esgrimen estos hechos para argumentar que, o bien la violencia viene de los dos bandos, o peor aun, que las mujeres son las culpables de la violencia que reciben porque “provocó” al hombre.

Al igual que los indiferentes, los opositores también padecen de la ceguera ocasionada por los privilegios de ser hombre. No tienen conciencia que la identidad de hombre en una sociedad patriarcal, es decir dominada por hombres y por lo masculino, los coloca en posiciones de poder de dominio sobre las mujeres en muchos ámbitos de la vida: en lo familiar, laboral, político, etc. Por eso no es casual que los estudios concluyan que son las mujeres y las niñas en todo el mundo las que primordialmente reciben el impacto de la violencia en el ámbito de pareja, familiar y sexual. En el fondo, no es tanto el “ser hombre” el factor de riesgo para ejercer violencia en las relaciones de pareja, sino el ocupar posiciones de poder de dominio. Porque aquel que detenta el poder en forma desproporcionada, sea en la casa o en el gobierno, usará la violencia como mecanismo de control ante cualquier sublevación.

Pese a todo lo dicho, vale aclarar que la capacidad real de los hombres de ejercer estos poderes opresivos esta mediatizada por su posición en la jerarquía social a su vez determinada por otros factores, tales como su nivel socioeconómico, su raza o etnia, su edad, o su orientación sexual. De esta manera, veremos que una minoría de hombres pueden ser dominados por mujeres y ser víctimas de violencia debido a que la asimetría de poder los desfavorece.

Si los hombres detractores de esta causa son invitados a una reunión sobre el tema, posiblemente no se queden callados ni distraídos, sino que arremeterán con beligerancia contra las personas que aboguen por los derechos de las mujeres a una vida libre de violencia. Sólo aquellos más educados cuestionarán las ideas presentadas sin atacar a sus proponentes. En todo caso, se presentarán como víctimas de una trama montada por las mujeres feministas y sus hombres aliados, donde dirán que se les ha vilipendiado injustamente.

Responsabilidad

Hay muchos hombres conscientes que tienen una responsabilidad ante el problema de la violencia contra las mujeres y las niñas. El sentido de responsabilidad puede vivirse de varias maneras. Una porque han reconocido el desproporcionado poder otorgado a los hombres, en comparación con las mujeres de su mismo grupo social, que los obliga éticamente a cuestionar el sistema dominante con sus privilegios y abusos de poder. Otra vivencia de la responsabilidad viene de aceptar la participación, en algún momento de sus vidas, en hechos de violencia contra mujeres o niñas, ya sea física, psicológica, económica o sexual. Como esta violencia cubre un amplio espectro, desde sutiles formas de control y menosprecio, hasta los feminicidios, no hay hombre libre de culpa. Esta aceptación conlleva el compromiso de reparación del daño, hasta donde esto sea posible, y de no repetición.

Reparar el daño comienza por aceptar responsabilidad, y dejar de culpar a otros, en particular a las propias víctimas, por las decisiones que tomamos. Continua con reconocer cómo nuestras conductas impactaron en la vida de otros y averiguar qué podríamos hacer para aminorar las secuelas o ayudar a sanarlas. A veces esto se traduce en decirle a las personas que afectamos, “lo siento, sé que te causé muchos problemas, decime cómo puedo compensar en algo lo que hice y me comprometo a que esto no volverá a pasar”.

Además del trabajo personal que debemos hacer para revisar nuestro propio comportamiento, tenemos una responsabilidad de cuestionar y apoyar a otros hombres en riesgo o en franca perpetración de hechos de violencia o discriminación. No puede pasar desapercibido ni aquel que cuenta un chiste machista o hace un comentario denigrante sobre las mujeres, ni el que maltrata o viola. Y los hombres debemos ser los primeros en cuestionar el comportamiento o las actitudes machistas de otros hombres, de lo contrario caemos en complicidad. También debemos alentarnos en nuestros procesos de cambio.

Hay mucho más por decir sobre este tema y en un próximo articulo abordaremos qué factores facilitan que los hombres asuman su responsabilidad en la lucha contra la violencia a las mujeres y cómo podemos apoyarnos para que evolucionemos en esta dirección.

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La Plataforma Regional Género y Metodologías es un espacio de comunicación e intercambio cuyo propósito es contribuir a fortalecer los procesos de cambio hacia relaciones de género justas y sostenibles en la región centroamericana. La Plataforma es administrada por el Centro de Estudios y Publicaciones Alforja-Costa Rica.

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